Τρίτη 19 Φεβρουαρίου 2013

Capricios Alimentarios


Aunque soy de Chipre, un país con tradición en la comida, como la mayoría de los países en el mediterraneo, no disfruto la comida. Desde mi enfancia tenía problemas con la alimentación: no quería comer nada que me parecía mal o que olía. Cuando tenía cuatro o cinco años y podía elegir los platos que mi abuela preparaba para la cena, rechazaba todo lo que no me alegraba la vista. Si un plato está un poco “desordenado”, con los ingredientes mezclados, ningún bocado entra en mi boca. Lo sé, es un poco loco, pero es la verdad trágica.

Puedo recordar a mi madre, que estaba harta conmigo, corriendo y gritando mientras me perseguía por las habitaciones y la cocina con el tenedor en la mano, para darme la comida por la fuerza. Sin duda, es una memoria maldita que hasta hoy me persigue. Después de muchos intentos fracasados, mi madre se rindió, aceptando que su hijo era un raro en cuanto a la comida, y nunca volvió a intentar cambiarme de opinión.

He crecido comiendo solamente macarrones, verduras, fruta y productos lácteos. Bebo mucha leche y como mucho yogur y queso. No niego que me encantan los dulces y cada tipo de postre. La carne y el pollo son alimentos que no he comido hace décadas. Eso me cause numerosos problemas especialmente cuando estoy en el extranjero y no puedo encontrar restaurantes de cocina mediterránea, o cuando estoy invitado para cenar y tengo que informar a los anfitriones sobre mis platos preferidos. Es algo de esencia psicológica, algo que me da mucha vergüenza, pero no puedo hacer mucho para cambiarlo.

Para expresarlo mejor, no existe aún el motivo perfecto que me convenza cambiar de postura.

Lo único que puede cambiar esa situación es mi salud. Si el médico me dice que tengo el colesterol alto y que tenga más cuidado, lo haré. Hasta entonces, me temo que continuaré comportarme así.

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