Aunque soy de Chipre, un país con tradición
en la comida, como la mayoría de los países en el mediterraneo, no disfruto la
comida. Desde mi enfancia tenía problemas con la alimentación: no quería comer
nada que me parecía mal o que olía. Cuando tenía cuatro o cinco años y podía
elegir los platos que mi abuela preparaba para la cena, rechazaba todo lo que
no me alegraba la vista. Si un plato está un poco “desordenado”, con los
ingredientes mezclados, ningún bocado entra en mi boca. Lo sé, es un poco loco,
pero es la verdad trágica.
Puedo recordar a mi madre, que estaba harta
conmigo, corriendo y gritando mientras me perseguía por las habitaciones y la
cocina con el tenedor en la mano, para darme la comida por la fuerza. Sin duda,
es una memoria maldita que hasta hoy me persigue. Después de muchos intentos
fracasados, mi madre se rindió, aceptando que su hijo era un raro en cuanto a
la comida, y nunca volvió a intentar cambiarme de opinión.
He crecido comiendo solamente macarrones,
verduras, fruta y productos lácteos. Bebo mucha leche y como mucho yogur y
queso. No niego que me encantan los dulces y cada tipo de postre. La carne y el
pollo son alimentos que no he comido hace décadas. Eso me cause numerosos
problemas especialmente cuando estoy en el extranjero y no puedo encontrar
restaurantes de cocina mediterránea, o cuando estoy invitado para cenar y tengo
que informar a los anfitriones sobre mis platos preferidos. Es algo de esencia
psicológica, algo que me da mucha vergüenza, pero no puedo hacer mucho para
cambiarlo.
Para expresarlo mejor, no existe aún el
motivo perfecto que me convenza cambiar de postura.
Lo único que puede cambiar esa situación es
mi salud. Si el médico me dice que tengo el colesterol alto y que tenga más
cuidado, lo haré. Hasta entonces, me temo que continuaré comportarme así.
Δεν υπάρχουν σχόλια:
Δημοσίευση σχολίου